martes, 20 de mayo de 2008

Castigo cotidiano

El tren es un látigo de metal que se estremece en la vías.
Son las 11 de la noche y no hay demasiada gente. La mirada recorre el vagón: caras ajadas, con el agobio de la destrucción, secas de sueños.
Los viajeros duermen como se puede: inclinados, con los brazos en cruz, con camperas de jean y envueltos en bufandas. Un moho sutil los cubre y se convierten en estatuas muertas.
El frío cruza por las ventanillas. Imposible cerrarlas. Unas carcajadas atraviesan el aire, desde el fondo del pasillo llega la música de Arjona y más atrás una voz que anuncia: temas completos, originales, compilados.
El tren se detiene, baja una mujer petisa, encorvada; se tira en el asiento un chico con el MP3 encarnado en las orejas.
Yo silbo por dentro para soportar el olor penetrante, impiadoso que se despliega con la noche. Silbo para no pensar, para olvidarme. Silbo porque aún así, aunque todo perdure, algo deja de parecer eterno y cruel.

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